Impugnación de la filiación matrimonial. Cambio de apellido.2/10/2009 ( CNac.A.Civ., Sala G, L., J. L. c/ L., N. A. )
“... El actor ha requerido -y la sentencia recurrida ha admitido- que se anteponga el vocablo J. al apellido L. invocando que todos lo conocen con ese apellido (J.). Explica que desde pequeño fue conocido con el "seudónimo" de J., que así lo llamaron desde que era niño, derivado de su primer nombre de pila J., trocando primero en J. y luego en J. durante la niñez y, finalmente, en J. en plena pubertad, "dado que los diminutivos y apelativos del nombre de pila se fueron supliendo". A partir de allí y desde su adolescencia hasta la actualidad J. es fácticamente su apellido, el cual lo identifica en su grupo íntimo, como así también en el social, profesional y en todo su mundo de relación.
Aduce que con ese "apellido" ha proyectado su vida, sus estudios, su profesión y su vida de relación.
No obstante el esfuerzo del demandante, considero que no ha logrado demostrar el notorio uso de J. como apellido.
(...)
V. Aun a falta de expresa previsión legal, frente al progreso de la acción de impugnación de paternidad el actor podría requerir la inscripción de su apellido materno, la subsistencia de su apellido paterno o -reconocimiento voluntario o judicial mediante- el de su padre biológico, pero no la incorporación -promediados los cuarenta años- de un sobrenombre como apellido. El derecho a hacer uso del apellido materno, aunque no esté explícitamente legislado, parece indiscutible por ser la única relación filiatoria subsistente ...
(...)
... si acreditase debidamente que J. es su seudónimo y que ha adquirido notoriedad, podría requerir que se le extienda la tutela del nombre (art. 23 de la ley 18.248). Lo que considero que no resulta admisible es el cambio que intenta el demandante, pues la ley no prevé tal posibilidad y no se configuran justos motivos para darle cabida ...”.
Fallo Completo:
Buenos Aires, octubre 2 de 2009.
¿Es justa la sentencia apelada?
El doctor Carranza Casares dijo:
I. La sentencia dictada a fs. 124/130 hizo lugar a la demanda de impugnación de paternidad matrimonial promovida por J. L. P. contra N. A. P. y N. G. G. y dejó sin efecto la filiación paterna establecida en la correspondiente partida de nacimiento, respecto de J. L. P. por no ser hijo de N. A. P. e impuso al actor el apellido J. L. A tal fin destacó que el estudio del polimorfismo de ADN practicado había concluido que N. A. P. no podía ser padre biológico de J. L. P.
Sobre la base de la prueba de testigos y de informes producida, consideró que se habían acreditado los justos motivos exigidos por el art. 15 de la ley 18.248.
II. El fallo fue apelado por el fiscal de primera instancia a fs. 130 vta. y los fundamentos del recurso fueron presentados por el de cámara a fs. 141, cuyo traslado fue respondido a fs. 146/154. Aduce el magistrado que el apellido sólo puede modificarse en situaciones verdaderamente excepcionales y que tal cambio debe fundarse en intereses materiales o espirituales del sujeto que aspira a ello. Expresa que el uso de un nombre que no le corresponde a una persona, distinto del que surge de la partida de nacimiento con el que fuera oportunamente inscripto, no es razón suficiente como para que se pueda transformar en su nueva denominación.
III. El nombre, que bien puede ser descripto como el derecho-deber de identidad (cf. Llambías, Jorge Joaquín, Tratado de Derecho Civil. Parte General, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1975, t. I, p. 321), comprende, precisamente, una prerrogativa vinculada con la concreción del derecho a la identidad (sea sólo en su dimensión estática o también en la dinámica), conjugada con un imperativo de orden público atinente a la necesidad de la identificación de los ciudadanos (cf. Fernández Sessarego, Carlos, Derecho a la identidad personal, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 123 y ss.; Gil Domínguez, Famá, Herrera, Derecho Constitucional de Familia, Ed. Ediar, Buenos Aires, 2006, t. II, p. 840 y ss.).
Confluyen un interés privado, personal y subjetivo con un interés social (cf. Fayt, Carlos Santiago, El nombre: un atributo de la personalidad, Ed. La Ley, Buenos Aires, 1996, pág. 23; Acuña Anzorena, Arturo, Consideraciones sobre el nombre de las personas, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1961 (Monografías Jurídicas. 53), pág. 13). Así se ha señalado que, de un lado, es comprensivo del derecho a ser individualizado, mientras que, de otro lado, tiene también elementos de derecho público, que imponen el deber de llevar el nombre y le otorgan algunos de sus caracteres como el de la llamada inmutabilidad. De allí que su cambio voluntario o caprichoso, atentaría contra el interés social, al facilitar la confusión de los individuos, en contra de los propios intereses de la colectividad, que exigen una individualización cierta y permanente de las personas. (cf. C.N.Civ., sala G, L. 488.604, del 4/3/08, voto de la juez Areán y sus citas).
De todos modos, la palabra "inmutabilidad" no tiene en este tema el rígido valor que aparenta, y que algunos quisieron atribuirle como reacción contra la tesis de libertad sin restricciones de adoptar o cambiar de nombre "según plazca" al interesado. Alude a la inmutabilidad por acto voluntario y autónomo del individuo. En función de la naturaleza jurídica que se le reconoce al nombre, la fijeza que se predica con la palabra "inmutabilidad" —estimo que bien podría utilizarse la voz "estabilidad"—, hace que el nombre cumpla correctamente sus fines de individualización e identificación de las personas a través del tiempo y del espacio. Su alteración arbitraria acarrearía el desorden, la inseguridad de los derechos, la irresponsabilidad en el cumplimiento de los deberes y las obligaciones, lo que significaría nada menos que desembocar en el caos social (cf. Pliner, Adolfo, "El dogma de la inmutabilidad del nombre y los 'justos motivos' para cambiarlo", LA LEY, 1979-D, 276; cf. C.N.Civ., sala G, fallo citado). El art. 1 de la ley 18.248, al reflejar esta perspectiva, dispone que toda persona tiene el derecho y el deber de usar el nombre y apellido que le corresponde de acuerdo con las disposiciones de la presente ley. Y el art. 15 de la citada ley establece que después de asentados en la partida de nacimiento el nombre y apellido, no podrán ser cambiados ni modificados sino por resolución judicial, cuando mediaren justos motivos. La existencia de estos justos motivos, cuya configuración está llamada a ser prudentemente evaluada por el juez, en razón de la naturaleza del principio que han de exceptuar, según doctrina mayoritaria, debe apreciarse con criterio restrictivo (cf. Pliner, Adolfo, El nombre de las personas, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1989, p. 281 y ss.; Rivera, Julio César, "Instituciones de Derecho Civil", Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2007, p. 648; Llambías, ob. cit., p. 322; Tobías, José W., Derecho de las Personas, Ed. LA LEY, Buenos Aires, 2009, p. 435; Borda, Guillermo, Tratado de Derecho Civil. Parte General, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1996, t. I, p. 321).
IV. El actor ha requerido -y la sentencia recurrida ha admitido- que se anteponga el vocablo J. al apellido L. invocando que todos lo conocen con ese apellido (J.). Explica que desde pequeño fue conocido con el "seudónimo" de J., que así lo llamaron desde que era niño, derivado de su primer nombre de pila J., trocando primero en J. y luego en J. durante la niñez y, finalmente, en J. en plena pubertad, "dado que los diminutivos y apelativos del nombre de pila se fueron supliendo". A partir de allí y desde su adolescencia hasta la actualidad J. es fácticamente su apellido, el cual lo identifica en su grupo íntimo, como así también en el social, profesional y en todo su mundo de relación.
Aduce que con ese "apellido" ha proyectado su vida, sus estudios, su profesión y su vida de relación.
No obstante el esfuerzo del demandante, considero que no ha logrado demostrar el notorio uso de J. como apellido.
Quien a fs. 94 afirma conocerlo desde la infancia dice que de chico era en vez de J. L., J. El le decía J. y después J. La madre y la hermana lo llaman J. Todas las cosas las hizo como J. Agrega que para el declarante ese era su apellido.
El testigo de fs. 81 manifiesta que había sido compañero en el cuarto año del colegio y que lo reencontró en un curso de teatro. Narra que al ingresar al colegio pensó que J. era su apellido "y después al pasar lista me enteré que el apellido era L.". Añadió que la madre lo llama J.
A pesar de lo declarado, resulta poco creíble que los nombrados pensasen que J. era el apellido del actor. El primero, porque ha explicado como se fue gestando el vocablo en reemplazo del nombre de pila -como lo ha detallado el mismo demandante en su escrito inicial-, y el segundo porque su eventual confusión duró -según sus manifestaciones- el tiempo que se tomó el docente para "pasar lista", por lo que debió haber subsistido unos pocos minutos.
Otro tanto cabe decir de sus afirmaciones atinentes a que la madre -y la hermana (fs. 94vta.)- lo llamaban J., pues precisamente las madres -y las hermanas- no suelen referirse a sus hijos -o hermanos- sino por el nombre o el sobrenombre y no por el apellido. Menos aun "en el ámbito privado de su vida familiar", como se formuló la pregunta a fs. 79.
Quienes alegan tratarlo desde que estudiaban en la facultad de derecho, relatan que se enteraron de su apellido cuando tuvieron que hacer un trabajo por escrito (fs. 93), en las listas de exámenes y en trámites de inscripción de la facultad (fs. 92), o al poco tiempo de conocerlo por contárselo él mismo (fs. 90/91).
Vale decir que tampoco habría durado mucho la invocada creencia de que el apellido era J.
En el grupo de teatro (fs. 82 vta., 90vta.), cursos de teatro (fs. 83vta./84) y ambiente teatral (fs. 82 vta. 93), frecuentados por el actor, manifiestan los testigos que es conocido como J. o con el apellido J. Y otro tanto ocurriría en las reuniones sociales (fs. 81, 93, 94vta.).
La circunstancia de que quienes se han presentado como amigos o compañeros del demandante -que, destaco, conocían que su apellido era L. expresen que en los mencionados ámbitos era conocido como J. o con el apellido J., entiendo que no resulta suficiente para avalar su pretensión. No es extraño que un sobrenombre, en especial en un primer momento o durante algún tiempo, sea confundido con un apellido.
Por otra parte, resulta llamativo que el interesado no hubiese aportado al expediente programas, afiches, publicidades o algún tipo de publicaciones del ámbito teatral con la utilización de la palabra J. como apellido. Tampoco ha arrimado documentos en los cuales constase que utiliza J. como apellido en su desempeño como abogado (parece claramente insuficiente que un testigo -que calificó a J. como apodo- afirmase a fs. 92 vta. que habían atendido algún cliente en conjunto al inicio de la profesión y que esos clientes lo conocían por J. o que la secretaria de un amigo le diga Dr. J.). Es más, cuando se recibió de abogado hizo una reunión y repartió tarjetas en las que se identificaba como J. L. P. (fs. 82).
De igual modo ha omitido el peticionario adjuntar algún documento suscripto por él con el "apellido" que manifiesta utilizar.
Lo que se desprende de lo precedentemente reseñado es que J. ha sido más bien el apodo o sobrenombre utilizado por J. L. P., en el sentido de constituir una denominación familiar que suele darse a las personas y que no sale del círculo de sus íntimos (Llambías, ob. cit., p. 316), una designación espontánea producida en el estrecho ambiente familiar, social o del medio en que se desenvuelve el individuo y que muchas veces lo trasciende oscureciendo con su brillo el nombre propio (Pliner, ob. cit., p. 47). Tal vez, como mayor precisión pueda decirse que es su apelativo familiar, es decir, una designación que surge dentro el círculo familiar o de estrechas amistades y que, al igual que el sobrenombre es impuesta por otras personas, pero a diferencia de éste, generalmente se usa en ese ámbito familiar y viene a sustituir el nombre propio y no el apellido (cf. Rivera, ob. cit., p. 657; Tobías, ob. cit., p. 442).
Por el contrario, entiendo, por lo precedentemente expuesto en este apartado, que no ha logrado demostrar que el tan mencionado vocablo constituya un seudónimo, esto es, una denominación ficticia elegida por la persona para identificar con ella cierta actividad que desea dejar al margen de las relaciones ordinarias (Llambías, ob. cit., p. 317; Cifuentes, Santos, Elementos de Derecho Civil, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 168) o un apelativo escogido por el propio interesado y con el cual se presenta, actúa o escribe un artista, un hombre de letras, utilizándolo en sustitución de su nombre verdadero solamente en la específica actividad referida (Pliner, ob. cit., p. 48) o la designación que el sujeto voluntariamente se da a sí mismo, con intención de dar realce a su personalidad, que sustituye parcial o íntegramente al nombre civil, cumpliendo su función individualizadota, salvo en las relaciones con el Estado y que constituye un derecho de propiedad protegido (cf. Rivera, Julio César, "La tutela del seudónimo", en El Derecho, t. 56, p. 817). Además, como regla, el seudónimo no podría extenderse a todos los actos de la vida de una persona porque ello importaría cambiar por propia voluntad y determinación su nombre, lo que está prohibido (cf. Borda, ob. cit., p. 319). De allí que, desde esta perspectiva, se ha rechazado la pretensión de incorporar el seudónimo como apellido (cf. C.N.Civ, sala G, R. 70.558, del 31/7/90 y R. 195.505, del 9/8/96; ídem, sala D, R. 89.350, del 6/8/91) y no se advierten en el caso circunstancias que justifiquen hacer excepción de tal regla, sobremanera cuando ni siquiera se ha demostrado la notoria utilización de un seudónimo.
V. Aun a falta de expresa previsión legal, frente al progreso de la acción de impugnación de paternidad el actor podría requerir la inscripción de su apellido materno, la subsistencia de su apellido paterno o -reconocimiento voluntario o judicial mediante- el de su padre biológico, pero no la incorporación -promediados los cuarenta años- de un sobrenombre como apellido. El derecho a hacer uso del apellido materno, aunque no esté explícitamente legislado, parece indiscutible por ser la única relación filiatoria subsistente (arg. art. 5 de la ley 18.248).
La facultad de continuar con el apellido de quien se ha declarado que no es su padre también ha sido reconocido en razón de la justificada utilización e individualización desde su original inscripción (C.N.Civ., sala M, L. 361.590, del 24/10/03). En este sentido, el demandante lejos de rechazar el uso del apellido L., reclama su mantenimiento, aun cuando precedido por el vocablo tantas veces aludido.
En relación con el padre biológico, el actor al demandar sólo sostuvo que su madre, después de confesarle que el señor L. no era su padre biológico, omitió la información sobre la filiación que en verdad le correspondía. Sin embargo, la madre a fs. 39 expresó que le había hecho saber a su hijo J. L. los datos que se relacionaban con la identidad de su padre biológico y, más aun, el amigo que declaró a fs. 90/91, afirmó haber conocido al padre biológico, a quien había visto cuatro o cinco veces, no recordando su nombre aunque en su momento lo sabía.
Así, hasta tendría la posibilidad de adoptar algún curso de acción vinculado con su identidad biológica o genética con la consecuente repercusión en su apellido (art. 5 citado). Ello daría respuesta a la expresada legítima inquietud de trasmitir a su descendencia el apellido desconocido que le haría pertenecer a un linaje determinado (fs. 146 vta. y 150 vta.).
Incluso si acreditase debidamente que J. es su seudónimo y que ha adquirido notoriedad, podría requerir que se le extienda la tutela del nombre (art. 23 de la ley 18.248). Lo que considero que no resulta admisible es el cambio que intenta el demandante, pues la ley no prevé tal posibilidad y no se configuran justos motivos para darle cabida.
Esto último es así no sólo porque se ha sostenido que el prolongado uso de un nombre o apellido no basta para justificar, por sí, la modificación del que corresponde (C.N.Civ., sala E, L. 184.958 y "S.R.", del 7/3/96, en Jurisprudencia Argentina, 197-II, p. 454; sala G, L. 70.558, del 31/7/90; sala H, L. 96.781, del 29/11/91) y por el recordado carácter restrictivo de la interpretación de estas salvedades, sino porque -como se ha visto- el vocablo por el que procura trocar su apellido es un apodo o un apelativo familiar, respecto del cual no se ha demostrado que constituya un seudónimo, ni menos aun, que en tal caso, hubiera adquirido la notoriedad que pretende.
Reafirma aún más lo concluido la circunstancia de que cuando una persona ha llegado a cierta altura de su vida actuando con un nombre, éste ha de figurar en diversos registros oficiales, estudios y títulos obtenidos, títulos de propiedad, cuentas bancarias, derechos jubilatorios y, en general, en la multiplicidad de actos jurídicos celebrados por el peticionante que resultarían alterados con la modificación requerida (cf. arg. C.N.Civ., sala I, L. 83.780, del 12/5/92).
VI. En virtud de lo expuesto, después de examinar los argumentos y prueba conducentes, propongo al acuerdo revocar la sentencia apelada en cuanto ha admitido la modificación del apellido requerida por el demandante, sin imposición de costas en atención a la naturaleza de la intervención del apelante. Los doctores Bellucci y Areán votaron en el mismo sentido por razones análogas a las expresadas en su voto por el doctor Carranza Casares. Con lo que terminó el acto.
Por lo que resulta de la votación de que instruye el acuerdo que antecede, Se Resuelve: Revocar la sentencia apelada en cuanto ha admitido la modificación del apellido requerida por el demandante, sin imposición de costas en atención a la naturaleza de la intervención del apelante. Se deja constancia de que la publicación de esta sentencia se encuentra sujeta a lo establecido por el art. 164, segundo párrafo, del Código Procesal. Notifíquese a las partes, al Fiscal General en su despacho y devuélvase. — Carlos Carranza Casares. — Carlos Alfredo Bellucci. — Beatriz Areán
“... El actor ha requerido -y la sentencia recurrida ha admitido- que se anteponga el vocablo J. al apellido L. invocando que todos lo conocen con ese apellido (J.). Explica que desde pequeño fue conocido con el "seudónimo" de J., que así lo llamaron desde que era niño, derivado de su primer nombre de pila J., trocando primero en J. y luego en J. durante la niñez y, finalmente, en J. en plena pubertad, "dado que los diminutivos y apelativos del nombre de pila se fueron supliendo". A partir de allí y desde su adolescencia hasta la actualidad J. es fácticamente su apellido, el cual lo identifica en su grupo íntimo, como así también en el social, profesional y en todo su mundo de relación.
Aduce que con ese "apellido" ha proyectado su vida, sus estudios, su profesión y su vida de relación.
No obstante el esfuerzo del demandante, considero que no ha logrado demostrar el notorio uso de J. como apellido.
(...)
V. Aun a falta de expresa previsión legal, frente al progreso de la acción de impugnación de paternidad el actor podría requerir la inscripción de su apellido materno, la subsistencia de su apellido paterno o -reconocimiento voluntario o judicial mediante- el de su padre biológico, pero no la incorporación -promediados los cuarenta años- de un sobrenombre como apellido. El derecho a hacer uso del apellido materno, aunque no esté explícitamente legislado, parece indiscutible por ser la única relación filiatoria subsistente ...
(...)
... si acreditase debidamente que J. es su seudónimo y que ha adquirido notoriedad, podría requerir que se le extienda la tutela del nombre (art. 23 de la ley 18.248). Lo que considero que no resulta admisible es el cambio que intenta el demandante, pues la ley no prevé tal posibilidad y no se configuran justos motivos para darle cabida ...”.
Fallo Completo:
Buenos Aires, octubre 2 de 2009.
¿Es justa la sentencia apelada?
El doctor Carranza Casares dijo:
I. La sentencia dictada a fs. 124/130 hizo lugar a la demanda de impugnación de paternidad matrimonial promovida por J. L. P. contra N. A. P. y N. G. G. y dejó sin efecto la filiación paterna establecida en la correspondiente partida de nacimiento, respecto de J. L. P. por no ser hijo de N. A. P. e impuso al actor el apellido J. L. A tal fin destacó que el estudio del polimorfismo de ADN practicado había concluido que N. A. P. no podía ser padre biológico de J. L. P.
Sobre la base de la prueba de testigos y de informes producida, consideró que se habían acreditado los justos motivos exigidos por el art. 15 de la ley 18.248.
II. El fallo fue apelado por el fiscal de primera instancia a fs. 130 vta. y los fundamentos del recurso fueron presentados por el de cámara a fs. 141, cuyo traslado fue respondido a fs. 146/154. Aduce el magistrado que el apellido sólo puede modificarse en situaciones verdaderamente excepcionales y que tal cambio debe fundarse en intereses materiales o espirituales del sujeto que aspira a ello. Expresa que el uso de un nombre que no le corresponde a una persona, distinto del que surge de la partida de nacimiento con el que fuera oportunamente inscripto, no es razón suficiente como para que se pueda transformar en su nueva denominación.
III. El nombre, que bien puede ser descripto como el derecho-deber de identidad (cf. Llambías, Jorge Joaquín, Tratado de Derecho Civil. Parte General, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1975, t. I, p. 321), comprende, precisamente, una prerrogativa vinculada con la concreción del derecho a la identidad (sea sólo en su dimensión estática o también en la dinámica), conjugada con un imperativo de orden público atinente a la necesidad de la identificación de los ciudadanos (cf. Fernández Sessarego, Carlos, Derecho a la identidad personal, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 123 y ss.; Gil Domínguez, Famá, Herrera, Derecho Constitucional de Familia, Ed. Ediar, Buenos Aires, 2006, t. II, p. 840 y ss.).
Confluyen un interés privado, personal y subjetivo con un interés social (cf. Fayt, Carlos Santiago, El nombre: un atributo de la personalidad, Ed. La Ley, Buenos Aires, 1996, pág. 23; Acuña Anzorena, Arturo, Consideraciones sobre el nombre de las personas, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1961 (Monografías Jurídicas. 53), pág. 13). Así se ha señalado que, de un lado, es comprensivo del derecho a ser individualizado, mientras que, de otro lado, tiene también elementos de derecho público, que imponen el deber de llevar el nombre y le otorgan algunos de sus caracteres como el de la llamada inmutabilidad. De allí que su cambio voluntario o caprichoso, atentaría contra el interés social, al facilitar la confusión de los individuos, en contra de los propios intereses de la colectividad, que exigen una individualización cierta y permanente de las personas. (cf. C.N.Civ., sala G, L. 488.604, del 4/3/08, voto de la juez Areán y sus citas).
De todos modos, la palabra "inmutabilidad" no tiene en este tema el rígido valor que aparenta, y que algunos quisieron atribuirle como reacción contra la tesis de libertad sin restricciones de adoptar o cambiar de nombre "según plazca" al interesado. Alude a la inmutabilidad por acto voluntario y autónomo del individuo. En función de la naturaleza jurídica que se le reconoce al nombre, la fijeza que se predica con la palabra "inmutabilidad" —estimo que bien podría utilizarse la voz "estabilidad"—, hace que el nombre cumpla correctamente sus fines de individualización e identificación de las personas a través del tiempo y del espacio. Su alteración arbitraria acarrearía el desorden, la inseguridad de los derechos, la irresponsabilidad en el cumplimiento de los deberes y las obligaciones, lo que significaría nada menos que desembocar en el caos social (cf. Pliner, Adolfo, "El dogma de la inmutabilidad del nombre y los 'justos motivos' para cambiarlo", LA LEY, 1979-D, 276; cf. C.N.Civ., sala G, fallo citado). El art. 1 de la ley 18.248, al reflejar esta perspectiva, dispone que toda persona tiene el derecho y el deber de usar el nombre y apellido que le corresponde de acuerdo con las disposiciones de la presente ley. Y el art. 15 de la citada ley establece que después de asentados en la partida de nacimiento el nombre y apellido, no podrán ser cambiados ni modificados sino por resolución judicial, cuando mediaren justos motivos. La existencia de estos justos motivos, cuya configuración está llamada a ser prudentemente evaluada por el juez, en razón de la naturaleza del principio que han de exceptuar, según doctrina mayoritaria, debe apreciarse con criterio restrictivo (cf. Pliner, Adolfo, El nombre de las personas, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1989, p. 281 y ss.; Rivera, Julio César, "Instituciones de Derecho Civil", Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2007, p. 648; Llambías, ob. cit., p. 322; Tobías, José W., Derecho de las Personas, Ed. LA LEY, Buenos Aires, 2009, p. 435; Borda, Guillermo, Tratado de Derecho Civil. Parte General, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1996, t. I, p. 321).
IV. El actor ha requerido -y la sentencia recurrida ha admitido- que se anteponga el vocablo J. al apellido L. invocando que todos lo conocen con ese apellido (J.). Explica que desde pequeño fue conocido con el "seudónimo" de J., que así lo llamaron desde que era niño, derivado de su primer nombre de pila J., trocando primero en J. y luego en J. durante la niñez y, finalmente, en J. en plena pubertad, "dado que los diminutivos y apelativos del nombre de pila se fueron supliendo". A partir de allí y desde su adolescencia hasta la actualidad J. es fácticamente su apellido, el cual lo identifica en su grupo íntimo, como así también en el social, profesional y en todo su mundo de relación.
Aduce que con ese "apellido" ha proyectado su vida, sus estudios, su profesión y su vida de relación.
No obstante el esfuerzo del demandante, considero que no ha logrado demostrar el notorio uso de J. como apellido.
Quien a fs. 94 afirma conocerlo desde la infancia dice que de chico era en vez de J. L., J. El le decía J. y después J. La madre y la hermana lo llaman J. Todas las cosas las hizo como J. Agrega que para el declarante ese era su apellido.
El testigo de fs. 81 manifiesta que había sido compañero en el cuarto año del colegio y que lo reencontró en un curso de teatro. Narra que al ingresar al colegio pensó que J. era su apellido "y después al pasar lista me enteré que el apellido era L.". Añadió que la madre lo llama J.
A pesar de lo declarado, resulta poco creíble que los nombrados pensasen que J. era el apellido del actor. El primero, porque ha explicado como se fue gestando el vocablo en reemplazo del nombre de pila -como lo ha detallado el mismo demandante en su escrito inicial-, y el segundo porque su eventual confusión duró -según sus manifestaciones- el tiempo que se tomó el docente para "pasar lista", por lo que debió haber subsistido unos pocos minutos.
Otro tanto cabe decir de sus afirmaciones atinentes a que la madre -y la hermana (fs. 94vta.)- lo llamaban J., pues precisamente las madres -y las hermanas- no suelen referirse a sus hijos -o hermanos- sino por el nombre o el sobrenombre y no por el apellido. Menos aun "en el ámbito privado de su vida familiar", como se formuló la pregunta a fs. 79.
Quienes alegan tratarlo desde que estudiaban en la facultad de derecho, relatan que se enteraron de su apellido cuando tuvieron que hacer un trabajo por escrito (fs. 93), en las listas de exámenes y en trámites de inscripción de la facultad (fs. 92), o al poco tiempo de conocerlo por contárselo él mismo (fs. 90/91).
Vale decir que tampoco habría durado mucho la invocada creencia de que el apellido era J.
En el grupo de teatro (fs. 82 vta., 90vta.), cursos de teatro (fs. 83vta./84) y ambiente teatral (fs. 82 vta. 93), frecuentados por el actor, manifiestan los testigos que es conocido como J. o con el apellido J. Y otro tanto ocurriría en las reuniones sociales (fs. 81, 93, 94vta.).
La circunstancia de que quienes se han presentado como amigos o compañeros del demandante -que, destaco, conocían que su apellido era L. expresen que en los mencionados ámbitos era conocido como J. o con el apellido J., entiendo que no resulta suficiente para avalar su pretensión. No es extraño que un sobrenombre, en especial en un primer momento o durante algún tiempo, sea confundido con un apellido.
Por otra parte, resulta llamativo que el interesado no hubiese aportado al expediente programas, afiches, publicidades o algún tipo de publicaciones del ámbito teatral con la utilización de la palabra J. como apellido. Tampoco ha arrimado documentos en los cuales constase que utiliza J. como apellido en su desempeño como abogado (parece claramente insuficiente que un testigo -que calificó a J. como apodo- afirmase a fs. 92 vta. que habían atendido algún cliente en conjunto al inicio de la profesión y que esos clientes lo conocían por J. o que la secretaria de un amigo le diga Dr. J.). Es más, cuando se recibió de abogado hizo una reunión y repartió tarjetas en las que se identificaba como J. L. P. (fs. 82).
De igual modo ha omitido el peticionario adjuntar algún documento suscripto por él con el "apellido" que manifiesta utilizar.
Lo que se desprende de lo precedentemente reseñado es que J. ha sido más bien el apodo o sobrenombre utilizado por J. L. P., en el sentido de constituir una denominación familiar que suele darse a las personas y que no sale del círculo de sus íntimos (Llambías, ob. cit., p. 316), una designación espontánea producida en el estrecho ambiente familiar, social o del medio en que se desenvuelve el individuo y que muchas veces lo trasciende oscureciendo con su brillo el nombre propio (Pliner, ob. cit., p. 47). Tal vez, como mayor precisión pueda decirse que es su apelativo familiar, es decir, una designación que surge dentro el círculo familiar o de estrechas amistades y que, al igual que el sobrenombre es impuesta por otras personas, pero a diferencia de éste, generalmente se usa en ese ámbito familiar y viene a sustituir el nombre propio y no el apellido (cf. Rivera, ob. cit., p. 657; Tobías, ob. cit., p. 442).
Por el contrario, entiendo, por lo precedentemente expuesto en este apartado, que no ha logrado demostrar que el tan mencionado vocablo constituya un seudónimo, esto es, una denominación ficticia elegida por la persona para identificar con ella cierta actividad que desea dejar al margen de las relaciones ordinarias (Llambías, ob. cit., p. 317; Cifuentes, Santos, Elementos de Derecho Civil, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 168) o un apelativo escogido por el propio interesado y con el cual se presenta, actúa o escribe un artista, un hombre de letras, utilizándolo en sustitución de su nombre verdadero solamente en la específica actividad referida (Pliner, ob. cit., p. 48) o la designación que el sujeto voluntariamente se da a sí mismo, con intención de dar realce a su personalidad, que sustituye parcial o íntegramente al nombre civil, cumpliendo su función individualizadota, salvo en las relaciones con el Estado y que constituye un derecho de propiedad protegido (cf. Rivera, Julio César, "La tutela del seudónimo", en El Derecho, t. 56, p. 817). Además, como regla, el seudónimo no podría extenderse a todos los actos de la vida de una persona porque ello importaría cambiar por propia voluntad y determinación su nombre, lo que está prohibido (cf. Borda, ob. cit., p. 319). De allí que, desde esta perspectiva, se ha rechazado la pretensión de incorporar el seudónimo como apellido (cf. C.N.Civ, sala G, R. 70.558, del 31/7/90 y R. 195.505, del 9/8/96; ídem, sala D, R. 89.350, del 6/8/91) y no se advierten en el caso circunstancias que justifiquen hacer excepción de tal regla, sobremanera cuando ni siquiera se ha demostrado la notoria utilización de un seudónimo.
V. Aun a falta de expresa previsión legal, frente al progreso de la acción de impugnación de paternidad el actor podría requerir la inscripción de su apellido materno, la subsistencia de su apellido paterno o -reconocimiento voluntario o judicial mediante- el de su padre biológico, pero no la incorporación -promediados los cuarenta años- de un sobrenombre como apellido. El derecho a hacer uso del apellido materno, aunque no esté explícitamente legislado, parece indiscutible por ser la única relación filiatoria subsistente (arg. art. 5 de la ley 18.248).
La facultad de continuar con el apellido de quien se ha declarado que no es su padre también ha sido reconocido en razón de la justificada utilización e individualización desde su original inscripción (C.N.Civ., sala M, L. 361.590, del 24/10/03). En este sentido, el demandante lejos de rechazar el uso del apellido L., reclama su mantenimiento, aun cuando precedido por el vocablo tantas veces aludido.
En relación con el padre biológico, el actor al demandar sólo sostuvo que su madre, después de confesarle que el señor L. no era su padre biológico, omitió la información sobre la filiación que en verdad le correspondía. Sin embargo, la madre a fs. 39 expresó que le había hecho saber a su hijo J. L. los datos que se relacionaban con la identidad de su padre biológico y, más aun, el amigo que declaró a fs. 90/91, afirmó haber conocido al padre biológico, a quien había visto cuatro o cinco veces, no recordando su nombre aunque en su momento lo sabía.
Así, hasta tendría la posibilidad de adoptar algún curso de acción vinculado con su identidad biológica o genética con la consecuente repercusión en su apellido (art. 5 citado). Ello daría respuesta a la expresada legítima inquietud de trasmitir a su descendencia el apellido desconocido que le haría pertenecer a un linaje determinado (fs. 146 vta. y 150 vta.).
Incluso si acreditase debidamente que J. es su seudónimo y que ha adquirido notoriedad, podría requerir que se le extienda la tutela del nombre (art. 23 de la ley 18.248). Lo que considero que no resulta admisible es el cambio que intenta el demandante, pues la ley no prevé tal posibilidad y no se configuran justos motivos para darle cabida.
Esto último es así no sólo porque se ha sostenido que el prolongado uso de un nombre o apellido no basta para justificar, por sí, la modificación del que corresponde (C.N.Civ., sala E, L. 184.958 y "S.R.", del 7/3/96, en Jurisprudencia Argentina, 197-II, p. 454; sala G, L. 70.558, del 31/7/90; sala H, L. 96.781, del 29/11/91) y por el recordado carácter restrictivo de la interpretación de estas salvedades, sino porque -como se ha visto- el vocablo por el que procura trocar su apellido es un apodo o un apelativo familiar, respecto del cual no se ha demostrado que constituya un seudónimo, ni menos aun, que en tal caso, hubiera adquirido la notoriedad que pretende.
Reafirma aún más lo concluido la circunstancia de que cuando una persona ha llegado a cierta altura de su vida actuando con un nombre, éste ha de figurar en diversos registros oficiales, estudios y títulos obtenidos, títulos de propiedad, cuentas bancarias, derechos jubilatorios y, en general, en la multiplicidad de actos jurídicos celebrados por el peticionante que resultarían alterados con la modificación requerida (cf. arg. C.N.Civ., sala I, L. 83.780, del 12/5/92).
VI. En virtud de lo expuesto, después de examinar los argumentos y prueba conducentes, propongo al acuerdo revocar la sentencia apelada en cuanto ha admitido la modificación del apellido requerida por el demandante, sin imposición de costas en atención a la naturaleza de la intervención del apelante. Los doctores Bellucci y Areán votaron en el mismo sentido por razones análogas a las expresadas en su voto por el doctor Carranza Casares. Con lo que terminó el acto.
Por lo que resulta de la votación de que instruye el acuerdo que antecede, Se Resuelve: Revocar la sentencia apelada en cuanto ha admitido la modificación del apellido requerida por el demandante, sin imposición de costas en atención a la naturaleza de la intervención del apelante. Se deja constancia de que la publicación de esta sentencia se encuentra sujeta a lo establecido por el art. 164, segundo párrafo, del Código Procesal. Notifíquese a las partes, al Fiscal General en su despacho y devuélvase. — Carlos Carranza Casares. — Carlos Alfredo Bellucci. — Beatriz Areán
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